—¡Te dije que no era buena idea, Carlos! —Iván lloraba a moco tendido. Las lágrimas le caían por el cuello y dibujaban un camino de piel limpia entre la suciedad.
—¡Va! Si solo eran unos adultos más, verás cómo mañana nadie se acuerda. —Carlos pasó sus largos brazos por los hombros de su amigo. Sentía la respiración agitada de Iván bajo ellos.
Caminaron en silencio, roto solo por los hipidos que Iván intentaba contener. No había nadie en las calles. La temperatura superaba los cuarenta grados a la sombra, y solo una chicharra cantaba a pleno pulmón, quejándose de la insolencia del sol.
Dejaron atrás la chatarrería, el lugar más emocionante para jugar. Coches abandonados, electrodomésticos rotos, piezas de todo tipo listas para transformarse en armas o naves. Era el paraíso para los chicos del pueblo y el escenario idóneo para las batallas entre bandas. Allí se habían librado auténticas guerras por territorios y se habían perdido otras, desterrando a los perdedores a los campos de tierra.
Pedro el Gordo era el cabecilla de la banda de los Gordos, junto a Julián el Gordo, Manolo el Gordo, Jorge el Gordo y Luis el Casi Gordo, que estaba en proceso de engorde. Si no lo conseguía antes de que empezara el colegio, sería expulsado y humillado delante de toda la banda. También estaba la famosa banda de las Piedras, conocida por toda la chatarrería por su afición a lanzar rocas a todo el que no les cayera bien, incluidos animales. Se comentaba que incluso apedrearon a las chicas de un curso superior por no querer besarlos. Para diferenciarlos de las demás bandas —sin contar la de los Gordos, por obviedad—, llevaban un colgante de piedras al cuello. Así, una docena de bandas poblaban la chatarrería.
De todos los pueblos de la comarca, este era, sin duda, el que tenía el índice más alto de niños de entre ocho y once años. Aburridos por la hiperactividad infantil del pueblo, los padres dejaban a sus hijos a su libre albedrío. El pueblo estaba gobernado por individuos que aún algunas noches manchaban su ropa interior.
Pedro el Gordo y Antonio el Piedras estaban enfrascados en una reunión, tensa como siempre que se juntaban los líderes de las bandas.
—¡Pedro! Siempre tenemos que esperar a que los demás jefes dejen caer sus culos sucios por estas reuniones —un moco seco asomaba burlonamente por el orificio derecho de su puntiaguda nariz.
—Todavía quedan cinco minutos para que vengan, no montes tu escenita de indignado tan pronto —Pedro miró cómo las manecillas de su reloj marcaban que quedaban cuatro minutos para la hora.
—No vendrán, y al final seremos nosotros dos los que decidamos qué hacemos con el pueblo...
—Si tiene que ser así, que así sea —Pedro se metió en la boca un caramelo sabor melón y se guardó el envoltorio en el bolsillo, donde ya guardaba un sinfín de objetos.
Los demás jefes de las bandas no aparecieron; habían sido castigados por sus progenitores. Sería la última vez que algo así pasaría. El resultado de la minúscula pero acalorada reunión fue el que se esperaba, con o sin los demás: los adultos del pueblo debían recibir su castigo. Y, por ende, los niños de hasta catorce años serían los responsables, los gobernadores de todas las instituciones. Ellos mandarían, serían los dueños del pueblo.
No se supo lo que pasó con todos los adultos. Algunos no despertaron jamás, otros desaparecieron sin dejar rastro, y la anarquía se hizo patente al día siguiente de la reunión.