31 de marzo de 2012

Matar el tiempo


Las gotas de agua que resbalaban por la ventana eran como lágrimas arrastrando penas. El repiqueteo en el cristal adormecía a la silueta sentada en el viejo diván de la oscura habitación del psiquiatra. El reloj de pared con sus manecillas doradas marcaba las doce y doce minutos de la mañana.

Una pausa en la charla dio tiempo a que el reloj avisase que la hora había terminado. Eran las doce y quince minutos. Un pájaro de madera con el pico color rojo apareció exultante, trinando una música que arrastraba viejas épocas.

El psiquiatra levantó la vista de sus papeles y miró a su paciente. Un hombre de treinta y ocho años que reflejaba una carga que ni el mismo Atlas con el peso del mundo.

—Bien… —No sabía cómo decirle que su tiempo había expirado y que debía abandonar la sala hasta la próxima visita.

—Dígame, doctor Haussen, ¿es grave lo que me pasa? Es culpa de mi tiempo libre, se lo tengo dicho, pero él no entra en razón. —Cruzó los pies tumbado como estaba y se acomodó las manos bajo la cabeza mientras se quedaba mirando las imperfecciones del techo blanco.

—Creo que deberíamos terminar la sesión por hoy. La gravedad de su problema radica en el tiempo que usted se toma en autodiagnosticarse en vez de matar el tiempo en cosas que llenen ese vacío que le ahoga. —Se ajustó las gafas y empezó a cerrar el expediente.

Dos minutos, ese fue el tiempo que necesitó Joseph para darle contestación a su médico.

—¿Tiempo? Ya se lo dije, lo maté, soy culpable, lo reconozco, pero todo fue culpa suya. —Se incorporó y se quedó sentado mirando al Doctor Haussen.

—De acuerdo, usted mató al tiempo. —Le costaba darle la razón, pero si así se lo quitaba del medio, haría lo que hiciera falta—. Veamos, Joseph, como ya hemos hablado en incontables veces, dice usted que mató al tiempo. ¿El motivo, si no recuerdo mal, fue que le agobiaba, que le rondaba siempre y que cada día se hacía más largo? ¿Es eso? —Se quitó las gafas y las plegó para guardárselas en el bolsillo de la camisa.

—¡Sí! ¡Qué insolente fue! A mí antes me gustaba, ese tiempo me daba lo que me faltaba: una vida social, ver crecer a mis hijos, ¡hasta leer! Pero llegó un día en que me saturó, siempre estaba allí. Yo intenté por todos los medios, como persona cabal que soy, hablarle, decirle que ya tenía bastante, pero no, él siguió allí, malgastándose. —En la mesa del doctor, había un cartel que ponía: "Por su salud y por la mía, no fume, gracias". Joseph sacó la cajetilla de tabaco y se encendió un cigarrillo con aroma a canela.

—Yo le quitaría importancia, Joseph. Si no hay cuerpo, no hay delito y por ahora no ha habido denuncia, además, si no le he entendido mal, es casi en defensa propia. Debería relajarse y tomarse unas vacaciones. Le puedo dar la dirección de un buen hotel, con camas individuales, servicio de habitaciones y tendrá también su propio médico… y una buena decoración en blanco que va bien para el relax. —Sabía que estaba tentando a la suerte.

—Usted dice cosas extrañas a veces, doctor. Claro que no hay cuerpo, el tiempo es intangible, lo maté trabajando sin parar y desapareció. ¿Cree usted que volverá? Ahora que lo pienso, me siento solo, en realidad me hacía compañía. A mi mujer le caía bien, de hecho, demasiado bien, ¿cree usted que mi mujer me es infiel con el tiempo? Nunca me había parado a pensarlo. —Apagó el medio cigarro que tenía y se encendió otro.

El pájaro que daba la hora en el reloj de pared volvió a aparecer para dar las doce y treinta minutos. Los dos, paciente y doctor, miraron con rabia la hora. Joseph se descalzó un pie y lanzó el zapato con todas sus fuerzas. El pájaro cayó al suelo con un ruido sordo.

—A esto se le llama doble homicidio, estoy perdido, doctor. —Caminó hacia el cadáver de madera y lo acunó entre sus manos—. ¡Maldito pájaro y maldito tiempo! —Lo dejó caer y lo aplastó con el pie descalzo—. ¡Joder, hasta muerto da guerra! —Una mancha roja se empezaba a extender por el calcetín blanco.

—Ahora ya hay cadáver. Lo siento, pero tengo que dar parte a las autoridades pertinentes, Joseph. Esto no se puede tolerar, ¿cómo quiere que tenga una vida normal si ya no hay tiempo? No hay derecho a que, porque a ti se te crucen los cables, mates el tiempo para los demás. En serio, esto sí que es grave, muy grave. —Miró el reloj de pulsera que llevaba, apretó el botón rojo y dejó caer en la mano dos caramelitos de color rosa—. ¡Mierda, ahora has hecho que mi reloj se pare!

Se abrió la puerta y entró un hombre demasiado alto. La bata le llegaba por encima de las rodillas y en su calva se reflejaba la luz del fluorescente que había en el techo. El hombre alto abrió la carpeta que llevaba en la mano.

—Joseph y Haussen, se han pasado dos minutos de la toma de sus medicamentos, no me hagan entrar y sacarlos a los dos de malas maneras. —Se dio media vuelta dejando la puerta abierta. En el pasillo se veía una luz blanca que cegaba, las paredes blancas, los suelos brillantes y, al final del mismo, señores con bata se paseaban arriba y abajo con bandejas llenas de vasitos con píldoras.