31 de marzo de 2012

La desnuda y aburrida bombilla


Las luces de emergencia del coche aparcado en doble fila iluminaban intermitentemente la habitación donde me encontraba, un segundo piso de un destartalado edificio de apartamentos en medio de ninguna parte. Miré mi reloj de pulsera, dorado y gastado por los años, y me sorprendió la hora que marcaba. Era muy tarde. No tenía sueño; ya había dormido lo suficiente para dos vidas. El color ambarino que entraba por la ventana entreabierta jugaba con las sombras que proyectaba la desnuda y solitaria bombilla que colgaba aburrida del techo. El movimiento pendular de esa bombilla de 40 vatios mecía mis pensamientos, abotargados de cerveza. La silla donde estaba sentado tenía la misma pinta que yo, gastada y quejumbrosa por la insolencia de estar sentado en ella. Frente a mí, una mesa restaurada a modo de escritorio sujetaba mis manuscritos desechados. El lapicero, ahora vacío, abandonado en una esquina de la mesa y cubierto por una fina película de polvo. En el centro, una libreta con espiral de alambre descansaba abierta, a la espera de unas palabras que la acariciasen. Dos lápices medio gastados y una estilográfica con las iniciales CB hacían de salvaguarda de la virgen libreta.

Me serví un buen trago de cerveza medio fría y dejé que la espuma se consumiera mientras me encendía un cigarrillo negro sin filtro. Le di una calada y lo dejé en el cenicero, camposanto de colillas.

Hacía calor en la habitación. Me desprendí de toda mi ropa y, desnudo como un querubín famélico, volví a sentarme en la vieja silla. Su quejido lastimero reverberó en lo más profundo de mi mente.

Otro trago y el líquido arrastró demonios por mi cuerpo.

Acerqué la silla al escritorio, cogí un lápiz con la mano izquierda y me dispuse a vomitar palabras en la libreta. Solo fueron dos:

Estoy cansado.

El cigarro se consumía lentamente y la espuma de la cerveza casi había desaparecido. El coche de las luces intermitentes abandonó la calle con un chirrido agudo. La bombilla ya no se mecía. Mi cuerpo radiografiado exhumaba sudor frío y dulzón.

Otro trago de cerveza barata. El humo del cigarro negro dibujaba cuadros grises de aves en su empeño de alzar el vuelo.

Las débiles rasgaduras que hacía el lápiz sobre la hoja de papel mate eran como susurros del más allá.

Estoy cansado, me voy en busca de mi alma. La que perdí por ti.

Se me escurrió el lápiz de las manos justo en el momento en que mi pecho se hinchaba por última vez. Un último latido que dejó sordos mis oídos y flácidos mis músculos. Mi cabeza cayó hacia atrás, en equilibrio con la silla. Esta vez no se quejó.

Dicen que cuando mueres, cuando tu corazón deja de latir, tu cerebro sigue funcionando unos instantes. Lo único que veía era la desnuda y aburrida bombilla de 40 vatios que colgaba del techo.