31 de marzo de 2012

No hay mal que por bien no venga


A vista de pájaro, la ciudad era como otra cualquiera, y a esas horas de la noche no la diferenciaba de ninguna. Un manto de luces entre calles y edificios. No hablaré de los sonidos, pues desde las alturas el único que me llegaba era el de los rotores del helicóptero.

El potente haz de luz recorría las calles por donde los ladrones habían huido en coche. El modus operandi era el de siempre: entraban a última hora cuando no había clientes y se hacían con las cuentas de cierre. Era el momento perfecto para actuar, cuando los trabajadores estaban más tranquilos y despistados, solo pensando en la hora de plegar. Entraban, amenazaban cogiendo de rehén al primero que veían y así obligaban a que llenaran las mochilas con todo tipo de joyas. Eran rápidos, silenciosos y sabían lo que querían. Nunca fallaron en un robo.

Una hora después seguíamos con la ronda aérea buscando algún indicio de los ladrones y, de momento, lo único que habíamos visto era el denso tráfico que atravesaba toda la ciudad. Era la hora punta, cuando cientos de personas terminaban la jornada laboral y volvían a sus casas. Era como buscar una aguja en un pajar. Mi amigo, el piloto del helicóptero, y yo sabíamos que otra vez esos ladrones se iban a salir con la suya. En su interior, muchos de los miembros de la policía sentían una atípica simpatía por esa banda, aunque les diera muchos dolores de cabeza.


Las sirenas de la policía se oían a dos calles de distancia de la joyería.

Marcos, Carlos y David miraban con ojos chispeantes las joyas y relojes que tenían en las mochilas. Estaban en un viejo coche de los años setenta, pintado al estilo Starsky y Hutch, aparcado en un callejón oscuro donde la población menos agradecida hacía sus trapicheos. La calle olía a orines y a un sinfín de aromas que hacían imposible respirar cómodamente.

Era el décimo robo en un mes y todo había salido a la perfección. Sin heridos y sin policías. Toda una proeza. Ya eran conocidos como "la banda de los joyeros" y copaban las portadas de casi todos los periódicos del país.

Pero no todo era tan bonito y tan fácil. Si nos entretenemos en los tres amigos, si les miramos fijamente las caras, veríamos que no eran precisamente de felicidad, más bien de preocupación. Un ligero temblor de manos delataba el nerviosismo de dos de ellos.


Una hora antes, los tres miembros de la banda entraban en la joyería. Marcos cogía al guarda de seguridad y le ponía la semiautomática en la cabeza.

—¡Buenas noches, señoras y caballeros! Si hacen todo lo que les decimos, aquí no pasará nada que luego tengan que lamentar. Llenen estas bolsas con todo lo que hay en las vitrinas y el escaparate. Rápido y sin nervios.

David les tiró las mochilas sobre el mostrador. Carlos se quedó en la puerta, sentado en una silla con la pistola en el regazo, una forma de no llamar la atención de los transeúntes que pudieran pasar por delante.

Iban a cara descubierta, no tenían miedo de ser reconocidos. Eran unos rostros vulgares, todos con barba y bigote y unas gafas de pasta negra. Por las huellas no sufrían, llevaban una fina capa de látex pegada en toda la superficie de la mano. David era un enamorado de los efectos especiales de las películas y había sacado el espray de látex de su último trabajo en el rodaje de la película de acción Fuerza Bruta.

El lema de la banda era: "trata bien a los que te proporcionan tu sustento y ellos te harán el trabajo más fácil".

Cinco minutos después, los tres estaban en la calle, subiéndose al coche. Barbas, bigotes y gafas fueron metidos en una bolsa de papel. Las mochilas con el logotipo de un gimnasio descansaban en la parte de atrás, donde Marcos revisaba el botín.

El coche giró dos calles más abajo y se metió en el famoso callejón donde la ley había huido hacía ya unos años. Esta zona estaba gobernada por varias bandas y la policía hacía lo imposible por no meterse con ellas. Curiosamente, la violencia era mínima; todos sabían que fuera de allí se podía hacer casi de todo, pero en territorio de bandas, solo se podía hacer lo que las leyes locales permitían: vender o cambiar. Y allí es donde iban nuestros amigos, nerviosos una vez perpetrado el robo.

Bajaron del coche y pusieron en el suelo la bolsa de papel y le prendieron fuego. Esperaron a que se consumiera del todo y se encaminaron hacia el local de Gustavo para hacer el cambio de las joyas por dinero en metálico. La economía sumergida tenía su sede en ese callejón. Se sabía que grandes empresarios y personajes famosos acudían allí para sus trapicheos.

Doscientos mil euros de una tacada se llevaron. Y si volvemos a fijarnos en sus caras, la angustia y el nerviosismo habían desaparecido y una sonrisa resplandeciente hizo su aparición.

Dejaron el coche en el callejón, con un papel en el que ponía: "para el primero que lo quiera, solo trátalo bien". Caminaron varias manzanas, charlando entre ellos como si nada hubiese pasado. Tres cuartos de hora después, entraban por la puerta principal del refugio para personas sin recursos y dejaban en el buzón de donaciones los doscientos mil euros. Esto lo habían hecho en varios sitios de toda la ciudad después de cada robo. Ahora sí que sus sonrisas resplandecían como el haz de luz que recorría la ciudad desde el cielo.

Se despidieron y cada uno se fue a su casa con sus familias, tenían que llegar puntuales a la cena. Mañana el trabajo en la banca, el bufete de abogados y el ayuntamiento les esperaba como cada día.

Con toda probabilidad, se habían salvado muchas vidas o, por lo menos, esa vida ahora era más llevadera.

Si miramos desde lo alto, más allá de donde el helicóptero volaba, podríamos ver cómo ese pájaro metálico apagaba la potente luz, giraba noventa grados y se perdía entre las oscuras nubes que amenazaban lluvia. Todo quedaría más limpio después de ese día.

Un mundo no tan feliz


Un mundo no tan feliz

—¡Apriete bien, Adela! —Claudia Jones se sujetaba al respaldo de la silla para no caerse.

—Señorita Jones, no puedo apretarle más el corsé sin que le haga daño —La frente la tenía perlada del esfuerzo.

—Necesito estar bella para Robert, Adela, y quiero que me mire bien el escote, que vea lo hermosa que soy. —Se notaba los pechos bien apretados y, al mirarse el escote, vio que los tenía bien firmes y rosados. —Está bien, Adela, creo que ya es suficiente. Espero que mis atributos sean del agrado de mi galante caballero. —Se alisó el vestido que su padre le había traído de Italia y fue al espejo a contemplarse. —Algo habrá que hacer con este pelo. ¿Qué le parece un recogido y una de esas pamelas que tiene madre?

—Estará usted bellísima, mi señora, y si Sir Robert no lo ve, vaya buscándose a otro caballero que no esté mal de la vista. —Detrás de ella iba arreglándole el bajo del vestido, lo justo para que no arrastrase y lo ensuciase.

—Querida Adela, sabes cuánto tiempo he estado esperando este momento, cuántas lágrimas he derramado por él, y ahora que tengo la mayoría de edad puedo hacer realidad mi sueño: lo quiero a él. —Mientras se recogía el pelo, escuchó cómo el carruaje paraba delante de la puerta de la casa.


Clic. El televisor cambió de canal.


—¡Capitán, los torpedos fotónicos están preparados y apuntando a la nave enemiga! —Tecleaba en el control de la nave y varios bips sonaron en todo el puente de mandos.

—Relájese, Teniente, esperaremos a tenerla más cerca. ¿Sigue el escudo de invisibilidad al cien por cien? —El capitán estaba sentado en su butaca al mando de la nave con las manos reposando en los brazos.

—Ha bajado al noventa y cuatro por ciento, pero aguantará el primer impacto. —Seguía mirando el cuadro de mandos cuando notaron el impacto en la proa de la nave.

—¿Qué ha pasado? ¿No estábamos con el escudo de invisibilidad? ¿Se puede…? —Otro segundo impacto partió la nave en dos, que quedaron a la deriva en el espacio.


Clic. El televisor volvió a cambiar de canal.


—Se acerca una tormenta tropical causada por el tornado Mike. Se han tomado todas las precauciones en las ciudades de la costa este dado que la tormenta está en pleno apogeo —Se veía un mapa por satélite que mostraba el avance de la tormenta—. Se esperan unas diez mil evacuaciones a la otra punta del país.

—Sí, Michael, además me informan de que ya ha habido varias muertes por derrumbes en varias playas, y algunos desaparecidos…


Clic. El televisor se quedó en negro.


Pedro se levantó del sofá, se rascó el trasero de forma ausente y dejó escapar un eructo causado por la Coca-Cola. Tiró el mando de la televisión dentro de la pecera y se acomodó en el fondo rodeado de peces curiosos.

Se plantó delante de la estantería donde tenía los libros y cogió el que quedaba más a la derecha. Lo hizo sin pensar, como un autómata. Le quitó el polvo que tenía acumulado de un soplido. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada en los radiadores de la calefacción. Ringo, su gato siamés, se acercó ronroneando y se acomodó entre sus piernas, volviendo a dormirse. Pedro lo acarició y miró el libro; no era el que más le gustaba y ni mucho menos hacía honor al título, pero le gustaba su significado. Abrió el libro por la primera página.

“CAPÍTULO I

Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y cuatro plantas. Encima de la entrada principal las palabras: Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres, y, en un escudo, la divisa del Estado Mundial: Comunidad, Identidad, Estabilidad.

La enorme sala de la planta baja se hallaba orientada hacia el Norte. Fría a pesar del verano que reinaba en el exterior y del calor tropical de la sala, una luz cruda y pálida brillaba a través de las ventanas buscando ávidamente alguna figura yaciente amortajada, alguna pálida forma de académica carne de gallina, sin encontrar más que el cristal, el níquel y la brillante porcelana de un laboratorio. La invernada respondía a la invernada...”

Pedro empezaba a mezclar frases y las letras eran un borrón delante de sus ojos, con los que luchaba para que no se cerrasen y cayese en un sueño profundo. Su mente se rendía al cansancio, al agotamiento del día, a las preocupaciones, a la falta de trabajo. Era uno de los casi cinco millones de parados, de los miles que estaban luchando para que no les quitaran la casa, por comer cada día. Pedro no podía hacer otra cosa que buscar trabajo todas las mañanas y ver la televisión todas las tardes, por lo menos hasta que no le cortaran la luz. Por suerte, como él pensaba, no tenía mujer ni hijos, y eso en el fondo le consolaba. El hecho de no hacer sufrir a su familia lo hacía más llevadero dentro de lo malo. Pero en el fondo de su ser, esa parte de la vida que no había completado lo deprimía.

Los ojos perdieron la batalla, cayeron pesadamente y la última palabra que se le quedó grabada fue: "feliz".

El libro se le cayó de las manos, cerrándose de golpe y haciendo que Ringo saliera bufando, enfadado por el atropello. Pedro se quedó dormido con la cabeza apoyada en el radiador y los brazos caídos al costado.

En la portada del libro se podía leer: Un mundo feliz; Aldous Huxley.

Matar el tiempo


Las gotas de agua que resbalaban por la ventana eran como lágrimas arrastrando penas. El repiqueteo en el cristal adormecía a la silueta sentada en el viejo diván de la oscura habitación del psiquiatra. El reloj de pared con sus manecillas doradas marcaba las doce y doce minutos de la mañana.

Una pausa en la charla dio tiempo a que el reloj avisase que la hora había terminado. Eran las doce y quince minutos. Un pájaro de madera con el pico color rojo apareció exultante, trinando una música que arrastraba viejas épocas.

El psiquiatra levantó la vista de sus papeles y miró a su paciente. Un hombre de treinta y ocho años que reflejaba una carga que ni el mismo Atlas con el peso del mundo.

—Bien… —No sabía cómo decirle que su tiempo había expirado y que debía abandonar la sala hasta la próxima visita.

—Dígame, doctor Haussen, ¿es grave lo que me pasa? Es culpa de mi tiempo libre, se lo tengo dicho, pero él no entra en razón. —Cruzó los pies tumbado como estaba y se acomodó las manos bajo la cabeza mientras se quedaba mirando las imperfecciones del techo blanco.

—Creo que deberíamos terminar la sesión por hoy. La gravedad de su problema radica en el tiempo que usted se toma en autodiagnosticarse en vez de matar el tiempo en cosas que llenen ese vacío que le ahoga. —Se ajustó las gafas y empezó a cerrar el expediente.

Dos minutos, ese fue el tiempo que necesitó Joseph para darle contestación a su médico.

—¿Tiempo? Ya se lo dije, lo maté, soy culpable, lo reconozco, pero todo fue culpa suya. —Se incorporó y se quedó sentado mirando al Doctor Haussen.

—De acuerdo, usted mató al tiempo. —Le costaba darle la razón, pero si así se lo quitaba del medio, haría lo que hiciera falta—. Veamos, Joseph, como ya hemos hablado en incontables veces, dice usted que mató al tiempo. ¿El motivo, si no recuerdo mal, fue que le agobiaba, que le rondaba siempre y que cada día se hacía más largo? ¿Es eso? —Se quitó las gafas y las plegó para guardárselas en el bolsillo de la camisa.

—¡Sí! ¡Qué insolente fue! A mí antes me gustaba, ese tiempo me daba lo que me faltaba: una vida social, ver crecer a mis hijos, ¡hasta leer! Pero llegó un día en que me saturó, siempre estaba allí. Yo intenté por todos los medios, como persona cabal que soy, hablarle, decirle que ya tenía bastante, pero no, él siguió allí, malgastándose. —En la mesa del doctor, había un cartel que ponía: "Por su salud y por la mía, no fume, gracias". Joseph sacó la cajetilla de tabaco y se encendió un cigarrillo con aroma a canela.

—Yo le quitaría importancia, Joseph. Si no hay cuerpo, no hay delito y por ahora no ha habido denuncia, además, si no le he entendido mal, es casi en defensa propia. Debería relajarse y tomarse unas vacaciones. Le puedo dar la dirección de un buen hotel, con camas individuales, servicio de habitaciones y tendrá también su propio médico… y una buena decoración en blanco que va bien para el relax. —Sabía que estaba tentando a la suerte.

—Usted dice cosas extrañas a veces, doctor. Claro que no hay cuerpo, el tiempo es intangible, lo maté trabajando sin parar y desapareció. ¿Cree usted que volverá? Ahora que lo pienso, me siento solo, en realidad me hacía compañía. A mi mujer le caía bien, de hecho, demasiado bien, ¿cree usted que mi mujer me es infiel con el tiempo? Nunca me había parado a pensarlo. —Apagó el medio cigarro que tenía y se encendió otro.

El pájaro que daba la hora en el reloj de pared volvió a aparecer para dar las doce y treinta minutos. Los dos, paciente y doctor, miraron con rabia la hora. Joseph se descalzó un pie y lanzó el zapato con todas sus fuerzas. El pájaro cayó al suelo con un ruido sordo.

—A esto se le llama doble homicidio, estoy perdido, doctor. —Caminó hacia el cadáver de madera y lo acunó entre sus manos—. ¡Maldito pájaro y maldito tiempo! —Lo dejó caer y lo aplastó con el pie descalzo—. ¡Joder, hasta muerto da guerra! —Una mancha roja se empezaba a extender por el calcetín blanco.

—Ahora ya hay cadáver. Lo siento, pero tengo que dar parte a las autoridades pertinentes, Joseph. Esto no se puede tolerar, ¿cómo quiere que tenga una vida normal si ya no hay tiempo? No hay derecho a que, porque a ti se te crucen los cables, mates el tiempo para los demás. En serio, esto sí que es grave, muy grave. —Miró el reloj de pulsera que llevaba, apretó el botón rojo y dejó caer en la mano dos caramelitos de color rosa—. ¡Mierda, ahora has hecho que mi reloj se pare!

Se abrió la puerta y entró un hombre demasiado alto. La bata le llegaba por encima de las rodillas y en su calva se reflejaba la luz del fluorescente que había en el techo. El hombre alto abrió la carpeta que llevaba en la mano.

—Joseph y Haussen, se han pasado dos minutos de la toma de sus medicamentos, no me hagan entrar y sacarlos a los dos de malas maneras. —Se dio media vuelta dejando la puerta abierta. En el pasillo se veía una luz blanca que cegaba, las paredes blancas, los suelos brillantes y, al final del mismo, señores con bata se paseaban arriba y abajo con bandejas llenas de vasitos con píldoras.

La desnuda y aburrida bombilla


Las luces de emergencia del coche aparcado en doble fila iluminaban intermitentemente la habitación donde me encontraba, un segundo piso de un destartalado edificio de apartamentos en medio de ninguna parte. Miré mi reloj de pulsera, dorado y gastado por los años, y me sorprendió la hora que marcaba. Era muy tarde. No tenía sueño; ya había dormido lo suficiente para dos vidas. El color ambarino que entraba por la ventana entreabierta jugaba con las sombras que proyectaba la desnuda y solitaria bombilla que colgaba aburrida del techo. El movimiento pendular de esa bombilla de 40 vatios mecía mis pensamientos, abotargados de cerveza. La silla donde estaba sentado tenía la misma pinta que yo, gastada y quejumbrosa por la insolencia de estar sentado en ella. Frente a mí, una mesa restaurada a modo de escritorio sujetaba mis manuscritos desechados. El lapicero, ahora vacío, abandonado en una esquina de la mesa y cubierto por una fina película de polvo. En el centro, una libreta con espiral de alambre descansaba abierta, a la espera de unas palabras que la acariciasen. Dos lápices medio gastados y una estilográfica con las iniciales CB hacían de salvaguarda de la virgen libreta.

Me serví un buen trago de cerveza medio fría y dejé que la espuma se consumiera mientras me encendía un cigarrillo negro sin filtro. Le di una calada y lo dejé en el cenicero, camposanto de colillas.

Hacía calor en la habitación. Me desprendí de toda mi ropa y, desnudo como un querubín famélico, volví a sentarme en la vieja silla. Su quejido lastimero reverberó en lo más profundo de mi mente.

Otro trago y el líquido arrastró demonios por mi cuerpo.

Acerqué la silla al escritorio, cogí un lápiz con la mano izquierda y me dispuse a vomitar palabras en la libreta. Solo fueron dos:

Estoy cansado.

El cigarro se consumía lentamente y la espuma de la cerveza casi había desaparecido. El coche de las luces intermitentes abandonó la calle con un chirrido agudo. La bombilla ya no se mecía. Mi cuerpo radiografiado exhumaba sudor frío y dulzón.

Otro trago de cerveza barata. El humo del cigarro negro dibujaba cuadros grises de aves en su empeño de alzar el vuelo.

Las débiles rasgaduras que hacía el lápiz sobre la hoja de papel mate eran como susurros del más allá.

Estoy cansado, me voy en busca de mi alma. La que perdí por ti.

Se me escurrió el lápiz de las manos justo en el momento en que mi pecho se hinchaba por última vez. Un último latido que dejó sordos mis oídos y flácidos mis músculos. Mi cabeza cayó hacia atrás, en equilibrio con la silla. Esta vez no se quejó.

Dicen que cuando mueres, cuando tu corazón deja de latir, tu cerebro sigue funcionando unos instantes. Lo único que veía era la desnuda y aburrida bombilla de 40 vatios que colgaba del techo.

FeliCity, una fábula


Y salí corriendo como alma que lleva el diablo para dejar atrás la monotonía negra que me envolvía. Y corrí, y a mi espalda dejé el camino empolvado, levantando nubes amargas. La vereda de tierra y piedras no me frenaba, me daba alas para llegar a donde la felicidad y los días de bonanza crecían salvajemente.

Soplaba el viento intentando detenerme, mi gorra voló descontrolada, sollozando por su destino. Y corrí más que en toda mi vida, viendo pasar a mi lado animalejos perplejos. ¿No hay letreros que indiquen el lugar donde reside la felicidad? Si los hay, yo no los vi, acaso por culpa de mi velocidad o por mis ganas de llegar. Daba igual, mi corazón palpitaba a cada zancada, y a cada una, mi sonrisa se ensanchaba. Ya me sentía embriagado de felicidad, ya olía los verdes campos pincelados de colores.

Vi montañas quedarse atrás, prados ocres que se apartaban a mi paso. Casas viejas, con sus viejas costumbres, se hacían más pequeñas. ¿Un granjero labrando un infértil campo? "¡Adiós, buen hombre, que pase un buen día!" Dos vacas de ubres llenas, masticando hierba seca, con mirada boba se giraban al verme pasar.

Y seguía corriendo y la lluvia apareció, intentando frenarme con charcos y hasta con un lodazal. Con mis ágiles piernas, de un salto dos millas adelanté. ¡Qué libre me sentía! Quise gritar, pero, cosas de la velocidad y mis ganas de llegar, me impedían hablar.

Quise preguntar al horizonte: "¿Cuánto me queda para llegar?". Y en susurros casi inaudibles me contestó: "¡Vaya usted más rápido y, al final del camino, gire a la derecha!". Y di las gracias mientras seguía corriendo. Borrones multicolores se pintaban a mi paso, como un pintor loco con expresividad desbordada.

No sé cuánto tiempo pasó, tampoco me importa. Un pestañeo y el camino cambiaba.

Salté, y mi impulso me hizo volar, durante unos segundos nada más, pero lo justo para verte, ¡oh, Felicidad! ¡Qué bella amistad nos espera, qué grata compañía nos aclama! Desde que nací he querido verte crecer, junto a mí, junto a los demás, junto a mi tierra, junto a mi planeta.

Un letrero pintado con hermosas letras me dio la bienvenida: "HA LLEGADO USTED AL ESTADO DE FELICIDAD". Mi gozo subió montañas y bajó colinas; mi meta había sido conseguida. Dichoso de mi porvenir que, al frenar mi carrera, quedé rodeado de una verde pradera.

Ahora que ya estoy en el país de las sonrisas, encuentro a mi paso unas lindas personas que amablemente me llaman y, alegre, me acerco.

—Bienvenido a FeliCity. Si quiere usted borrar su pasado, ponga la mano derecha sobre mi hombro izquierdo; si, por el contrario, quiere recordarlo, ponga su mano izquierda en mi hombro derecho. —Con su voz cantarina me recitó inigualables instrucciones.

—Gracias, amigo, pero los recuerdos, por muy malos que sean, son míos, forman parte de mi vida y me han hecho ser lo que soy. —Le contesté con una gran sonrisa y puse mi mano izquierda en su hombro derecho. Un ligero cosquilleo pasó de mi mano y bajó hasta mis pies.

—Bienvenido a FeliCity —dijo el segundo hombre, con un gran sombrero de copa y la sonrisa más grande que había visto jamás—. Si lo desea, puede ser feliz de por vida, susúrreme al oído derecho un secreto inconfesable; o si, por el contrario, no lo desea, puede tocarme la nariz con el pulgar de la mano izquierda, así tendrá días felices y días comunes.

Así que puse mi pulgar izquierdo en la nariz del hombre del sombrero y proseguí mi camino por el sendero de las piedras sonrientes.

Un buzón de color rojo, con su ranura curvada, me sonreía y un cartel me decía: "Introduzca su sobre con la dirección que quiere para su nuevo hogar. Si, por el contrario, está de paso, prosiga el camino". No sabía qué hacer y busqué en mis bolsillos algo donde garabatear mi futura dirección y mi hogar. En el bolsillo trasero, encontré por sorpresa un sobre de color verde con mi nombre escrito y, al abrirlo, en su interior había una dirección: "Calle de las Grandes Esperanzas". Metí el sobre en la sonrisa roja y volví, henchido de felicidad, al camino de las piedras sonrientes.

Un arco de flores amarillas era la entrada al pueblo; precioso, amplio, con aroma a pasteles de chocolate y multitud de personas riendo, hablando, caminando, besándose, amándose, y muchos niños, festejando la vida.

Esta era mi nueva vida, llena de felicidad y armonía. Mi pasado, mi compañía, pues como dije, es parte de mi vida.

Crisálida


Me desperté de la anestesia un poco mareada y con la boca pastosa, seca. Las luces de la habitación, con ese blanco nuclear, me hicieron cerrar los ojos y noté que unas lágrimas se iban formando en mis sensibles ojos.

Era una sensación rara, estaba contenta pero a la vez asustada. ¿Cómo sería ahora mi nueva vida? Ese gran peso que llevaba encima desde que tengo uso de razón era ahora un vago recuerdo. Pero incluso ahora mi pasado me hacía un poco de sombra allí, tumbada en la cama del hospital.

Nadie había venido conmigo, estaba sola. Ningún miembro de la familia estaba de acuerdo con lo que acababa de hacer, de hecho, llevaban tiempo desaprobando mi estilo de vida, mis creencias y mi aspecto. En cierto modo, estaba mejor sin ellos a mi lado. Mis padres, ellos eran los que más odiaban todo esto, pero es casi normal, y no los justifico, bueno, sí, pero como decía es normal ya que vienen de una época en que esto estaría penado como mínimo con la cárcel. De todas formas y ahora que nadie nos oye, mi madre me envió un regalo antes de mi ingreso en el hospital, un vestido precioso con una nota que decía: "Sabes que te quiero aunque no sepa por qué haces estas cosas, pero te deseo suerte. Tu padre, en fin, ya sabes cómo es, dale tiempo. Te quiero".

Ese regalo y la carta me dieron las fuerzas que me hacían falta para entrar ese día en el hospital. No porque no quisiera dar el paso, es que me dan miedo los hospitales, pero sobre todo la anestesia. ¿Alguien, aparte de mí, ha pensado alguna vez que podría salir mal y no despertarse nunca más? Pues yo soy de esas personas que se formulan esa serie de preguntas cuando entra en un hospital, bueno, y si en la habitación habrá baño privado y, lo que es mejor, ¿estaré sola o tendré que aguantar al compañero o compañera de turno? Esas eran más o menos las cosas que me comían la cabeza. Claro, luego está la operación, sí, pero siendo de riesgo, todo apuntaba a que saldría bien, y por lo que puedo contar así ha sido.

Perdón, que entra el doctor.

Madre mía, qué alto, moreno y guapísimo. Si no hubiese estado atontada y dolorida, habría saltado de la cama a su cuello y lo habría besado hasta dejarlo sin respiración. Qué hombre, qué guapo. Bueno, a lo que iba, el doctor me está mirando con ojo clínico, como si no, y ahora habla con la enfermera, muy mona por cierto y, por la cara que ponen los dos, parece que todo va normal, eso espero.

El doctor y la enfermera ya se han ido, hace unos quince minutos. No he podido explicar nada porque me han torturado un poco con las pruebas y no era plan de detallarlas con pelos y señales, y un poco de vergüenza también me da, para qué negarlo. Pero bueno, ahora os cuento qué ha pasado en el momento en que han entrado y cómo me han manipulado durante esos quince minutos.

No quiero entrar en muchos detalles ahora mismo, dejaré pasar unos meses hasta que todo esté en su sitio, no me moleste y sea capaz de moverme con total libertad. Dice el doctor que todo ha salido genial, y que en unos días podré hacer vida normal. No sabéis lo que me alegra. A lo que iba, el pecho está perfecto, apenas me quedará cicatriz, no he querido pasarme y me he puesto una noventa y cinco, dos envidias para las demás. Mis partes íntimas, esa zona como que no me la puedo ver bien con tanta gasa y venda, pero cuando me han estado mirando he podido ver, con un espejo de mano, que todo estaba como tenía que estar, eso sí, hinchado y con un color que ahora mismo un hombre saldría corriendo y no pararía hasta que le diera un paro cardíaco. Pero en unos días estará en perfectas condiciones. Todos los demás retoques, nariz, nuez, labios y ojos ya me los hice hace un tiempo, mientras estaba en tratamiento con un psicólogo y un psiquiatra. Hay que pasar por todos ellos cuando te embarcas en esto. Nada más que dos años hasta llegar a esta cama.

Ahora soy feliz, y solo me queda recuperarme de toda la operación y seguir algunas pautas de dilatación de cierta zona con unos aparatos que mejor no sepáis qué son. Ya os iré poniendo al día de cómo me va mi nueva vida.

Por cierto, mi nombre real es Miguel, pero como he dicho, desde hace unos años todos me conocen como Laura.