31 de marzo de 2012

No hay mal que por bien no venga


A vista de pájaro, la ciudad era como otra cualquiera, y a esas horas de la noche no la diferenciaba de ninguna otra. Un manto de luces entre calles y edificios. No hablaré de los sonidos, pues desde las alturas el único que me llegaba era el de los rotores del helicóptero.
El potente haz de luz recorría las calles por donde los ladrones habían huido en coche. El modus operandi era el de siempre, entraban a última hora cuando no había clientes y se hacían  cuentas de cierre. Era el momento perfecto para actuar, cuando los trabajadores estaban más tranquilos y despistados, solo pensando en la hora de plegar. Entraban, amenazaban cogiendo de rehén al primero que veían y obligaban así a que llenaran las mochilas con todo tipo de joyas. Eran rápidos, silenciosos y sabían lo que querían. Nunca fallaron en un robo
Una hora después seguíamos con la ronda aérea buscando algún indicio de los ladrones y de momento lo único que habíamos visto era el denso tráfico que atravesaba toda la ciudad. Era la hora punta, cuando cientos de personas terminaban la jornada laboral y volvían a sus casas. Era como buscar una aguja en un pajar. Mi amigo y piloto del helicóptero y yo sabíamos que otra vez esos ladrones se iban a salir con la suya.
En su interior, muchos de los miembros de la policía sentían una atípica simpatía por esa banda, aunque les diera muchos dolores de cabeza.


Las sirenas de la policía se oían a dos calles de distancia de la joyería.
            Marcos, Carlos y David miraban con ojos chispeantes las joyas y relojes que tenían en las mochilas. Estaban en un viejo coche de los años setenta, pintado al estilo Estarky y Hutch aparcado en un callejón oscuro donde la población menos agradecida hacía sus trapicheos. La calle olía a orines y un sinfín de aromas que era imposible respirar cómodamente.
            Era el décimo robo en un mes y todo había salido a la perfección. Sin heridos y sin policías. Toda una proeza. Ya eran conocidos como la banda de los joyeros y copaban las portadas de casi todos los periódicos del país.
            Pero no todo era tan bonito y tan fácil. Si nos entretenemos en los tres amigos, les miramos fijamente las caras, veríamos que no eran precisamente de felicidad, más bien de preocupación. Un ligero temblor de manos delataba el nerviosismo de dos de ellos.

            Una hora antes los tres miembros de la banda entraban en la joyería, Marcos cogía al guarda de seguridad y le ponía la semiautomática en la cabeza.
            -¡Buenas noches señoras y caballeros! Si hacen todo lo que les decimos, aquí no pasará nada que luego tengan que lamentar. Llenen estas bolsas con todo lo que hay en las vitrinas y el escaparate. Rápido y sin nervios. –David les tiró las mochilas sobre el mostrador.
            Carlos se quedó en la puerta, sentado en una silla con la pistola en el regazo, era una forma de no llamar la atención de los transeúntes que pudieran pasar por delante de la joyería.
            Iban a cara descubierta, no tenían miedo de ser reconocidos, eran unos rostros vulgares, todos con barba y bigote y unas gafas de pasta negra. Por las huellas no sufrían, llevaban una fina capa de látex pegada en toda la superficie de la mano. David era un enamorado de los efectos especiales de las películas y había sacado el espray de látex de su último trabajo en el rodaje de la película de acción fuerza bruta.
El lema de la banda era, trata bien a los que te proporcionan tu sustento y ellos te harán el trabajo más fácil.
Cinco minutos y los tres estaban en la calle subiéndose en el coche. Barbas, bigotes y gafas fueron metidas en una bolsa de papel. Las mochilas con el logotipo de un gimnasio descansaban en la parte de atrás donde Marcos revisaba el botín.
El coche giró dos calles más abajo y se metió en el famoso callejón donde la lay había huido hacía ya unos años. Esta zona estaba gobernada por varias bandas y la policía hacía lo imposible por no meterse con ellas. Curiosamente, la violencia era mínima, todos sabían que fuera de allí se podía hacer casi de todo, pero en territorio de bandas, solo se podía hacer lo que las leyes locales permitían. Vender o cambiar. Y allí es donde iban nuestros amigos. Nerviosos una vez perpetrado el robo.
Bajaron del coche y pusieron en el suelo la bolsa de papel y le prendieron fuego. Esperaron a que se consumiera del todo y se encaminaron hacia el local de Gustavo para hacer el cambio de las joyas por el dinero en metálico. La economía sumergida tenía su sede en ese callejón. Se sabía que grandes empresarios y personajes famosos acudían allí para sus trapicheos.
Doscientos mil euros de una tacada se llevaron. Y si nos volvemos a fijar en sus caras, la angustia y el nerviosismo habían desaparecido y una sonrisa resplandeciente hizo su aparición.
Dejaron el coche en el callejón, con un papel en el que ponía para el primero que lo  quiera, solo trátalo bien. Caminaron varias manzanas charlando entre ellos como si nada hubiese pasado. Tres cuartos de hora después entraban por la puerta principal del refugio a personas sin recursos y dejaban en el buzón de donaciones los doscientos mil euros. Esto lo habían hecho en varios sitios de toda la ciudad después de cada robo. Ahora sí que sus sonrisas resplandecían como el haz de luz que recorría la ciudad desde el cielo.
Se despidieron y cada uno se fue a su casa con sus familias, tenían que llegar puntuales a la cena. Mañana el trabajo en la banca, el bufet de abogados y el ayuntamiento les esperaba como cada día.
Con toda probabilidad se habían salvado muchas vidas o por lo menos esa vida, ahora era más llevadera.
Si miramos desde los alto, más allá donde el helicóptero volaba podríamos ver como ese pájaro metálico apagaba la potente luz, giraba noventa grados y se perdía entre las oscuras nubes que amenazaban lluvia. Todo quedaría más limpio después de ese día.

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