19 de enero de 2013

Era mi destino



La ventisca trajo consigo un millar de hojas secas y quebradizas bajo mis pies. Un manto de tonos marrones cubría casi por completo todo el pueblo. El olor húmedo lo impregnaba todo. El otoño daba la bienvenida con un buen sentido del humor. Caminaba mirando sin ver el fantasmal aspecto de mi pueblo, pequeño, muy pequeño.
Mis vecinos estaban en sus casas, seis familias ya mayores. Los hijos más jóvenes habían emigrado a las grandes urbes para buscarse la vida. La tercera edad era dueña y señor del pueblo. Seguía caminado, ahora dos gorriones se disputaban la comida a saltitos. Eso me arrancó una sonrisa que duró décimas de segundo.
No lo he dicho, pero tengo veinte años recién cumplidos, soy el más joven de todo mi pueblo, y vivo solo.
            Heredé la casa de mis padres hará unos cuatro años, después de que un policía uniformado me despertara a altas horas de la noche para darme la fatal noticia. Había habido un accidente en la carretera que venía de la ciudad. Habían muerto en el acto.
Así de un día para otro tenía una gran casa para mi solo, circundada por varias hectáreas de tierras fértiles y una piara de cerdos.
            Tenía dos grandes amigos, Pablo y Joan, pero habían partido hacía poco más de un año a Italia, donde sus padres habían conseguido un trabajo como instalador de tejados. Así, de un día para otro también perdí a mis dos mejores amigos. Ahora toda mi compañía se basaba en unas docenas de cerdos come bellotas.
            Huérfano a tan tierna edad me tuve que buscar la vida, y lo hice sin problemas. Sabía cocinar, limpiar y hasta me había vuelto un experto ganadero. Mis vecinos me ayudaban cuando podían si el reuma u otros síntomas de la edad lo hacían  posible, eran buena gente.
            No era una vida mala, pero buena tampoco. Joven, solo y sin amigos hacían de mis días años. Lloraba todas las noches, por mis padres, por mis amigos, por este pueblo que con el paso de los años acabaría siendo un pueblo fantasma. Lloraba cuando el sol se perdía y lloraba cuando amanecía.
            Hace cuatro años que mi vida cambió, y ahora quiero que vuelva a cambiar.
Llegué a mi casa y me puse a hacer la maleta, poca cosa, un par de pantalones, mudas de ropa interior y un peine que debía de ser de mi padre. Dinero, tenía suficiente. Regalé los cerdos a mi vecinos que podían cuidarlos, y la casa la dejé abierta para quien quisiera entrar y hacer su vida. Me daba igual.
            En la parada del autobús. Nadie, como siempre, yo y mi maleta. Una hora. Nada. Me senté en el suelo y apoyé la cabeza en el poste de la parada y cerré los ojos para descansar. Me despertó el sonido del autobús al frenar y una nube de polvo casi me cubrió por completo. Las puertas se abrieron con gran estrépito y subí en busca de mi destino.
            Doce horas de camino hay de mi pueblo a la ciudad más cercana, así que me dispuse a dormir durante el viaje. De mi bolsillo saqué mi cartera y de ella la foto donde se veían a mis padres. Felices y saludando a la cámara. Yo les hice esa foto.
            Mis sueños viajaban en autobús y mi destino volaba hacia la ciudad. Mis sueños estaban con mi familia.
            El traqueteo y el sonido de las voces de los demás pasajeros narcotizaron mi mente, y caí presa de una atormentada pesadilla de fuego, cristales rotos, chillidos, lloros, sangre y mucho humo.

            Flotaba, volaba bien alto, no notaba el peso de mi cuerpo. Miré hacia abajo, pero solo veía luz, una luz brillante, radiante y muy blanca. No me gustaba y dos lágrimas lo confirmaban, algo no iba bien. Con todas mis fuerzas intenté caminar, pero no tenía pies y por descontado que no vi mis manos. ¿Que estaba pasando? ¿Era un sueño? Luché por encontrar pie, por ver más allá de la luz y por fin esas brumas blancas me dejaron ver lo que había debajo de mí.
            Un autobús se había salido de la carretera y había caído por un precipicio. Una columna de humo negro subía en mi dirección.
            Unas voces detrás de mí me hicieron dar la vuelta.
            -Hola cariño, te estábamos esperando.
            Eran mis padres, igual que como los recordaba la última vez antes de salir de casa. Miré hacia abajo, el autobús seguía como antes. Miré a mis padres otra vez y fui hacia ellos. Lo demás poco me importaba ya.

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