Las luces de emergencia del coche aparcado en doble fila,
iluminaban intermitentemente la habitación donde me encontraba, un segundo piso
de un destartalado edificio de apartamentos en medio de ninguna parte. Miré mi
reloj de pulsera, dorado y gastado por los años, y me sorprendió la hora que
marcaba. Era muy tarde. No tenía sueño, ya había dormido lo suficiente para dos
vidas. El color ambarino que entraba por la ventana entreabierta, jugaba con
las sombras que proyectaba la desnuda y solitaria bombilla que colgaba aburrida
del techo de la habitación. El
movimiento pendular de esa bombilla de 40 Vatios mecía mis pensamientos
abotargados de cerveza. La silla donde me encontraba sentado tenía la misma
pinta que yo, gastada y quejumbrosa por la insolencia de estar sentado en ella.
Frente a mí, una mesa restaurada a modo de escritorio sujetaba mis manuscritos
desechados. El lapicero, ahora vacío, abandonado en una esquina de la mesa
cubierto por una fina película de polvo. En el centro, una libreta con la
espiral de alambre descansaba abierta a la espera de unas palabras que la
acariciasen. Dos lápices medio gastados y una estilográfica con dos iniciales CB, hacían de salvaguarda de la virgen libreta.
Me serví un
buen trago de cerveza medio fría y dejé que la espuma se consumiera mientras me
encendía un cigarrillo negro sin filtro. Una calada y descanso en el cenicero,
camposanto de colillas.
Hacía calor en la habitación. Me
desprendí de toda mi ropa, y desnudo como un querubín famélico volví a sentarme
en la vieja silla. Su quejido lastimero reverberó en lo más profundo de mi
mente.
Otro trago y el líquido arrastró
demonios por mi cuerpo.
Acerqué la silla al escritorio, cogí
un lápiz con la mano izquierda y me dispuse a vomitar palabras en la libreta.
Sólo fueron dos:
Estoy cansado,
El cigarro se consumía lentamente y
la espuma de la cerveza casi había desaparecido. El coche de las luces
intermitentes abandono la calle con un chirrido agudo. La bombilla ya no se
mecía. Mi cuerpo radiografiado exhumaba sudor frío y dulzón.
Otro trago de cerveza barata. El
humo del negro cigarro dibujaba cuadros grises de aves en su empeño de izar el
vuelo.
Las débiles rasgaduras que hacía el
lápiz sobre la hoja de papel mate, eran como susurros del mas allá.
Estoy cansado, me voy en busca de mi alma. La que perdí por ti.
Se me escurrió el lápiz de las manos
justo en el momento que mi pecho se hinchaba por última vez. Un último latido
que dejó sordos mis oídos y flácidos mis músculos. Mi cabeza cayó para atrás en
equilibrio con la silla. Esta vez no se quejó.
Dicen que cuando mueres, cuando tu
corazón deja de latir, tu cerebro sigue funcionando unos instantes después. Lo
único que veía era la desnuda y aburrida bombilla de 40 Vatios que colgaba del
techo.
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