19 de enero de 2013

Cadáver aburrido

        Era tal el aburrimiento que decidió jugar a la ruleta rusa. Una sola bala en el tambor del revólver. El primer intento de cinco posibles. ¡Clic!
          El olor a pólvora llenó la habitación mientras una mancha carmesí se formaba al lado del aburrido cadáver.

La fosa



—Cariño, están picando a la puerta… Un cosquilleo en la entrepierna le recordó el festival sexual de hacía apenas tres horas. Se dio media vuelta y el frescor de la almohada disipó la excitación.

Toc-Toc

—Volvieron a picar a la puerta cielo… En la comisura de los labios se le había secado un hilillo de baba.

Toc-Toc

Al levantarse enfadada y con fuerza, su cabeza golpeó violentamente contra una superficie dura. Nunca llegó a abrir los ojos.

La tierra, poco a poco, iba cubriendo el foso…

Frío



—¿Fantasmas? ¡Estarás de broma!—Le dio una profunda calada al cigarro y las letras de su marca favorita desaparecieron.

—¡En serio, papá! Estaban por todas partes, me miraban y hasta uno de ellos me señaló. —Hipaba y el color rosado de su cara dio paso al rojo. De su barbilla pendían lágrimas y en su pecho se dibujaba una forma indefinida y salada.

—Bueno, subiré a tu habitación y obligaré a esos fantasmas a irse por donde han venido. —Se levantó, subió las escaleras y se escuchó cómo se cerraba la puerta de la habitación con un golpe seco.

—¿Papá? —El torrente de lágrimas empapaba el pijama de ositos polares.

No pasaron más de cinco minutos y a su lado estaba su padre. No lo había visto bajar ni había escuchado sus pasos. Solo notó el frío que le erizó todo el vello de su cuerpo.

Un relato de ira digital: el día que mi PC me traicionó



Un relato de ira digital: el día que mi PC me traicionó

A día de hoy, tras una noche de infarto y en un momento de debilidad, me veo en la obligación de desahogarme y exponer mi malestar, intranquilidad, disgusto, enfado, rabia y una multitud de adjetivos más.

El motivo de este estado de frustración y enfado sumo es la tecnología, más en concreto mi ordenador. Antes un amigo del alma, ahora un enemigo acérrimo.

Resulta que le dio un "patatús", algo normal en los ordenadores, pero este fue de los graves, sí, muy grave. Lo apagué, lo dejé que se tranquilizara y lo encendí de nuevo. Con su pantalla azul, intenso azul y níveas letras, el descarado, el jodido, me dice que no encuentra el sistema operativo (en otras palabras, en su jerga informática). ¡Menudo sorpresón!

Antes de seguir, aclaro que mi PC consta de dos discos duros: uno donde está el sistema operativo y el segundo donde almaceno todas mis cosas. Bien, me digo a mí mismo: "No hay más que formatear el disco duro (el primero) y volver a instalar el sistema operativo". Dicho y hecho.

Cuál es mi sorpresa cuando, a medio camino de la instalación (lenta como el caballo del malo), me da un error. Salto como un resorte de la silla y miro a mi ordenador con cara de malas pulgas, intimidándolo. Él solo me dice (¡estúpido!) que el disco duro está mal, que tiene sectores defectuosos, y acto seguido me pregunta si quiero seguir instalando, que reparará lo dañado y adelante. Pues lo hago, cómo no.

Después de varios minutos (digamos que muchos, muchísimos), me da por mirar lo que está haciendo y algo no me cuadra… Se ha puesto a formatear el segundo disco duro. ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaarrrrrrghhhhhhh! Los pelos de punta, el corazón bombeando a marchas forzadas, tropiezo con la silla (¡cómo duele un golpe en el dedo del pie, descalzo, contra el metal!). Me lanzo hacia el ratón, no funciona; luego hacia el teclado, no funciona. De mi boca salen miles de improperios, pocos creo para tal situación, y por último me abalanzo sobre la torre del PC y lo desenchufo. ¡Puf!, apagado.

Rezo todo lo que sé, casi nada, arrodillado junto al PC, con los dedos cruzados (los de las manos y con mucho esfuerzo los de los pies), le imploro clemencia. Respiro varias veces y reinicio el ordenador. ¡Pí! ese ruido rasgado del ventilador… otro ¡PÍ!... pantalla en negro, letras blancas informándome de las características de mi PC… Detecting drives…

Y no detecta nada. Maldigo por lo bajo y por lo alto. A Bill Gates y a toda su pandilla de ladrones les deben de pitar los oídos.

No me queda más opción. Después de desmontar el PC e intentar instalar el sistema mil veces, me rindo. Subo a casa de mi hermana y hablo seriamente con mi sobrina (¡pobre!), le digo que ya que no usa su PC, si le importa que le quite el disco duro y se lo ponga al mío. A lo cual ella, ¡te quiero, sobrina!, me dice que sí, que no hay problema.

Bajo a casa, desmonto el PC por tercera vez, le pongo el disco duro nuevo, lo formateo e instalo el sistema operativo… sin problemas. Ya respiro algo mejor, pero me da en la nariz que algo pasará.

Tras pasar como media hora (23 minutos, según Microsoft, que creo que viven en otra dimensión y para ellos el tiempo sí es relativo), tengo instalado el sistema operativo. ¡¿Desea dar un paso por Windows XP?! ¡¡¡Noooo!!!, joder.

Hago clic en Inicio, abro "Mi PC" y busco los discos duros. Ahí están, el C y el D. Inmediatamente, en décimas de segundo, abro el D, y el mundo se derrumba…

Solo hay una carpeta de Windows, la que ha quedado después de querer instalarse allí el sistema operativo. ¡Cabrón! Y no hay nada más.

Me echo las manos a la cabeza, con lágrimas en los ojos, el corazón desbocado, mordiéndome los labios hasta el punto de que me sangran. No hay nada. Solo me vienen a la cabeza unas palabras: "¡Hijo de puta!". Miro a mi PC unos segundos… y lo apago.

Solo tengo palabras de agradecimiento a los ordenadores, a sus creadores y a todas sus familias. Ya no tengo nada, ni fotos, ni música, ni poesías, ninguna. Todo borrado. Mis 010101110011 ahora son 000000000… ¡Menuda desgracia!

Me diréis que por qué no hice copias de nada... pues no lo sé, para eso tenía un segundo disco duro.

Te odio, Bill Gates, y me odio a mí mismo por no ser previsor.

Era mi destino



La ventisca trajo consigo un millar de hojas secas y quebradizas bajo mis pies. Un manto de tonos marrones cubría casi por completo todo el pueblo. El olor húmedo lo impregnaba todo. El otoño daba la bienvenida con un buen sentido del humor. Caminaba mirando sin ver el aspecto fantasmal de mi pueblo, pequeño, muy pequeño.

Mis vecinos, seis familias ya mayores, estaban en sus casas. Los hijos más jóvenes habían emigrado a las grandes urbes para buscarse la vida. La tercera edad era dueña y señora del pueblo. Seguía caminando. Ahora, dos gorriones se disputaban la comida a saltitos. Eso me arrancó una sonrisa que duró décimas de segundo.

No lo he dicho, pero tengo veinte años recién cumplidos, soy el más joven de todo mi pueblo y vivo solo.

Heredé la casa de mis padres hace unos cuatro años, después de que un policía uniformado me despertara a altas horas de la noche para darme la fatal noticia. Había habido un accidente en la carretera que venía de la ciudad. Habían muerto en el acto.

Así, de un día para otro, tenía una gran casa solo para mí, circundada por varias hectáreas de tierras fértiles y una piara de cerdos.

Tenía dos grandes amigos, Pablo y Joan, pero habían partido hacía poco más de un año a Italia, donde sus padres habían conseguido un trabajo como instaladores de tejados. Así, de un día para otro, también perdí a mis dos mejores amigos. Ahora toda mi compañía se basaba en unas docenas de cerdos comebellotas.

Huérfano a tan tierna edad, me tuve que buscar la vida y lo hice sin problemas. Sabía cocinar, limpiar y hasta me había vuelto un experto ganadero. Mis vecinos me ayudaban cuando podían si el reuma u otros síntomas de la edad lo hacían posible; eran buena gente.

No era una vida mala, pero buena tampoco. Joven, solo y sin amigos, mis días se hacían años. Lloraba todas las noches, por mis padres, por mis amigos, por este pueblo que, con el paso de los años, acabaría siendo un pueblo fantasma. Lloraba cuando el sol se perdía y lloraba cuando amanecía.

Hace cuatro años que mi vida cambió, y ahora quiero que vuelva a cambiar.

Llegué a mi casa y me puse a hacer la maleta. Poca cosa: un par de pantalones, mudas de ropa interior y un peine que debía de ser de mi padre. Dinero, tenía suficiente. Regalé los cerdos a los vecinos que podían cuidarlos, y la casa la dejé abierta para quien quisiera entrar y hacer su vida. Me daba igual.

En la parada del autobús. Nadie, como siempre, yo y mi maleta. Una hora. Nada. Me senté en el suelo, apoyé la cabeza en el poste de la parada y cerré los ojos para descansar. Me despertó el sonido del autobús al frenar y una nube de polvo casi me cubrió por completo. Las puertas se abrieron con gran estrépito y subí en busca de mi destino.

Hay doce horas de camino de mi pueblo a la ciudad más cercana, así que me dispuse a dormir durante el viaje. De mi bolsillo saqué mi cartera y de ella, la foto donde se veían mis padres. Felices y saludando a la cámara. Yo les hice esa foto.

Mis sueños viajaban en autobús y mi destino volaba hacia la ciudad. Mis sueños estaban con mi familia.

El traqueteo y el sonido de las voces de los demás pasajeros narcotizaron mi mente y caí presa de una atormentada pesadilla de fuego, cristales rotos, chillidos, lloros, sangre y mucho humo.

Flotaba, volaba bien alto, no notaba el peso de mi cuerpo. Miré hacia abajo, pero solo veía luz, una luz brillante, radiante y muy blanca. No me gustaba y dos lágrimas lo confirmaban: algo no iba bien. Con todas mis fuerzas intenté caminar, pero no tenía pies, y por descontado, no vi mis manos. ¿Qué estaba pasando? ¿Era un sueño? Luché por encontrar pie, por ver más allá de la luz y, por fin, esas brumas blancas me dejaron ver lo que había debajo de mí.

Un autobús se había salido de la carretera y había caído por un precipicio. Una columna de humo negro subía en mi dirección.

Unas voces detrás de mí me hicieron dar la vuelta.

—Hola, cariño, te estábamos esperando.

Eran mis padres, igual que los recordaba la última vez antes de salir de casa. Miré hacia abajo; el autobús seguía como antes. Miré a mis padres otra vez y fui hacia ellos. Lo demás poco me importaba ya.