A vista de pájaro, la ciudad era como otra
cualquiera, y a esas horas de la noche no la diferenciaba de ninguna otra. Un
manto de luces entre calles y edificios. No hablaré de los sonidos, pues desde
las alturas el único que me llegaba era el de los rotores del helicóptero.
El potente haz de luz recorría las calles por donde
los ladrones habían huido en coche. El modus operandi era el de siempre,
entraban a última hora cuando no había clientes y se hacían cuentas de cierre. Era el momento perfecto
para actuar, cuando los trabajadores estaban más tranquilos y despistados, solo
pensando en la hora de plegar. Entraban,
amenazaban cogiendo de rehén al primero que veían y obligaban así a que
llenaran las mochilas con todo tipo de joyas. Eran rápidos, silenciosos y
sabían lo que querían. Nunca fallaron en un robo
Una hora después seguíamos con la ronda aérea
buscando algún indicio de los ladrones y de momento lo único que habíamos visto
era el denso tráfico que atravesaba toda la ciudad. Era la hora punta, cuando
cientos de personas terminaban la jornada laboral y volvían a sus casas. Era
como buscar una aguja en un pajar. Mi amigo y piloto del helicóptero y yo
sabíamos que otra vez esos ladrones se iban a salir con la suya.
En su interior, muchos de los miembros de la policía
sentían una atípica simpatía por esa banda, aunque les diera muchos dolores de
cabeza.
Las sirenas de la policía se oían a dos calles de
distancia de la joyería.
Marcos, Carlos y David miraban con
ojos chispeantes las joyas y relojes que tenían en las mochilas. Estaban en un
viejo coche de los años setenta, pintado al estilo Estarky y Hutch aparcado en
un callejón oscuro donde la población menos agradecida hacía sus trapicheos. La
calle olía a orines y un sinfín de aromas que era imposible respirar
cómodamente.
Era el décimo robo en un mes y todo
había salido a la perfección. Sin heridos y sin policías. Toda una proeza. Ya
eran conocidos como la banda de los joyeros y copaban las portadas de casi
todos los periódicos del país.
Pero no todo era tan bonito y tan
fácil. Si nos entretenemos en los tres amigos, les miramos fijamente las caras,
veríamos que no eran precisamente de felicidad, más bien de preocupación. Un
ligero temblor de manos delataba el nerviosismo de dos de ellos.
Una hora antes los tres miembros de
la banda entraban en la joyería, Marcos cogía al guarda de seguridad y le ponía
la semiautomática en la cabeza.
-¡Buenas noches señoras y
caballeros! Si hacen todo lo que les decimos, aquí no pasará nada que luego
tengan que lamentar. Llenen estas bolsas con todo lo que hay en las vitrinas y
el escaparate. Rápido y sin nervios. –David les tiró las mochilas sobre el
mostrador.
Carlos se quedó en la puerta,
sentado en una silla con la pistola en el regazo, era una forma de no llamar la
atención de los transeúntes que pudieran pasar por delante de la joyería.
Iban a cara descubierta, no tenían
miedo de ser reconocidos, eran unos rostros vulgares, todos con barba y bigote
y unas gafas de pasta negra. Por las huellas no sufrían, llevaban una fina capa
de látex pegada en toda la superficie de la mano. David era un enamorado de los
efectos especiales de las películas y había sacado el espray de látex de su
último trabajo en el rodaje de la película de acción fuerza bruta.
El lema de la banda era, trata bien a los que te
proporcionan tu sustento y ellos te harán el trabajo más fácil.
Cinco minutos y los tres estaban en la calle
subiéndose en el coche. Barbas, bigotes y gafas fueron metidas en una bolsa de
papel. Las mochilas con el logotipo de un gimnasio descansaban en la parte de
atrás donde Marcos revisaba el botín.
El coche giró dos calles más abajo y se metió en el
famoso callejón donde la lay había huido hacía ya unos años. Esta zona estaba gobernada
por varias bandas y la policía hacía lo imposible por no meterse con ellas.
Curiosamente, la violencia era mínima, todos sabían que fuera de allí se podía
hacer casi de todo, pero en territorio de bandas, solo se podía hacer lo que
las leyes locales permitían. Vender o cambiar. Y allí es donde iban nuestros
amigos. Nerviosos una vez perpetrado el robo.
Bajaron del coche y pusieron en el suelo la bolsa de
papel y le prendieron fuego. Esperaron a que se consumiera del todo y se
encaminaron hacia el local de Gustavo para hacer el cambio de las joyas por el
dinero en metálico. La economía sumergida tenía su sede en ese callejón. Se
sabía que grandes empresarios y personajes famosos acudían allí para sus
trapicheos.
Doscientos mil euros de una tacada se llevaron. Y si
nos volvemos a fijar en sus caras, la angustia y el nerviosismo habían
desaparecido y una sonrisa resplandeciente hizo su aparición.
Dejaron el coche en el callejón, con un papel en el
que ponía para el primero que lo quiera, solo trátalo bien. Caminaron
varias manzanas charlando entre ellos como si nada hubiese pasado. Tres cuartos
de hora después entraban por la puerta principal del refugio a personas sin
recursos y dejaban en el buzón de donaciones los doscientos mil euros. Esto lo
habían hecho en varios sitios de toda la ciudad después de cada robo. Ahora sí
que sus sonrisas resplandecían como el haz de luz que recorría la ciudad desde
el cielo.
Se despidieron y cada uno se fue a su casa con sus
familias, tenían que llegar puntuales a la cena. Mañana el trabajo en la banca,
el bufet de abogados y el ayuntamiento les esperaba como cada día.
Con toda probabilidad se habían salvado muchas vidas
o por lo menos esa vida, ahora era más llevadera.
Si miramos desde los alto, más allá donde el helicóptero
volaba podríamos ver como ese pájaro metálico apagaba la potente luz, giraba
noventa grados y se perdía entre las oscuras nubes que amenazaban lluvia. Todo
quedaría más limpio después de ese día.